Andrew Bird, "My finest work yet" es un globo de aire fresco en la era del cliché. De hecho, tengo la sensación de estar escuchando a un intelectual apuntalar maderos viejos con el acierto de un artesano; pero no a un nostálgico ni un imitador sin alma, sino a alguien que hubiera tenido una relevancia capital en el mundo de la música hace 40 o 50 años.
No me entiendas mal. No es que todo suene ya a algo o que todo esté ya hecho, es que es casi imposible no repetir algún patrón dentro de cualquier género musical e impresiona ver como este tipo de artistas, que aún siguen sumando, se pudren en la segunda línea en favor de mamarrachos sin ningún talento que basan sus obras en plagios.
Por eso no creo que haya que escandalizarse si lo que escuchas ahora te suena a otros músicos. Todo eso es normal. Ser buen músico es saber canalizar emociones y ofrecerlas con personalidad; lo contrario es lo que ha convertido el arte en una fábrica de donuts.
Andrew Bird tiene 45 años y 21 discos: 6 de ellos en directo, 4 con bandas y 11 en solitario. Y tiene algo que no abunda: creatividad, buen gusto y, por lo que parece, bastante libertad para hacer lo que le da la gana.
Algunas de estas canciones son tan pulcras y sesudas que solo las consiguen arreglistas o productores con mucha idea; pero a este tipo solo le ha hecho falta un productor que ha sabido cómo orientar todo su talento. Luego hablaremos de esto…
Bird es un violinista talentoso, un multiinstrumentista efectivo, un inmenso creador de melodías, un compositor fabuloso y un arreglista excelente. -No le conozco; pero, de hacerlo, me gustaría que alguien le dijera que soy yo el de los piropos-.
Y es curioso porque hubo un tiempo en que estos “juanpalomos” ponían los pelos de punta a los ejecutivos discográficos por su fama de incontrolables: Prince, Emitt Rhodes, Todd Rundgren, etc. Hoy, por suerte, campan a sus anchas en sus pequeños pedacitos de tierra virgen.
Él lo tiene muy claro…
Un ejemplo de esa autocomplacencia artística son sus dos anteriores discos: Echolocations: Canyon (2015) y Echolocations: River (2017), que no son otra cosa que música incidental grabada in situ -él, en plan bucólico, dentro de un cañón y debajo de un puente, tocándole el violín a los buitres y los peces que por allí transitaran-.
A mí me encantan; pero entiendo que algo así pueda poner nervioso a un productor ejecutivo. De hecho, en alguno participa una de las más prominentes insumisas del mundo discográfico: Fiona Apple; quien ya la ha tenido de todos los colores dentro de la industria.
Sin embargo, y muy lejos de ser discos pretenciosos, hay algo mágico y hasta transgresor en ellos. Es más, tengo la sensación con ellos de haber encontrado al eslabón perdido entre Rufus Wainwright, Brian Eno y John Foxx.
Por eso, cuando dice que este es su mejor disco y descubro lo tremendamente buen artesano que es, entiendo que fuera tan explícito al ponerle ese título al álbum.
Pop orfebre y existencialismo con pipa de agua
No cabe duda. Andrew Bird es un tipo inteligente que ha sabido cómo sacarse el mejor provecho.
Todo el disco planea entorno a un ambiente espectral y folky a lo Sandy Denny en su etapa con la Islands Records: cautivador, intimista, dulce…
La sorpresa llega cuando descubres que el disco lo produce el cantante y líder de The Bees: Paul Butler –en voz muy baja: este venía de producir a Devendra Banhart y graba en Abbey Road y los Electric Ladyland Studios: es un máquina… y es joven…-.
Una vez descubierto el pastel, ya se entiende por qué todo suena a pequeña joya de los años ´70.
Me gusta como aborda temas existencialistas y de política casi sin despeinarse en Sysyphus. Y como, en el fondo, hay algo en él que recuerda a Gilbert O´Sullivan sin Calatrava como peluquero.
Por lo general, no suelo comentar todas las canciones de los discos que critico; pero con este voy a hacer una excepción:
Encuentro Bloodless arrebatadora en sus 6 minutos largos de jazzy a lo John Howard; Orphans emocionante y un ejemplo de cómo se debe producir una canción para un single; Cracking Codes, espectral y Fallorun, un ingenioso relleno.
Archipielago merece una mención especial. Es un autoplagio. La canción de donde sale se llama Down Under The Hyperios Bridge y la compuso el propio Bird para Echolocations: The River en 2017; aunque, en realidad, es un curioso arreglo con el River Man de Nick Drake en mente.
Los autoplagios son fascinantes: chispazos de la mente creativa que pueden significar dos cosas:
Una: dejar una firma (Chrispian Mills lo hizo con Kula Shaker y Jeevas; King Crimson en toda su discografía).
Dos: neurosis no diagnosticada en torno a una melodía que no ha pasado la aprobación interior del artista y que cada noche se manifiesta justo cuando el músico se mete en la cama.
Proxy War me hace sentir como en casa escuchando el Madman across the water de Elton John o One year de Colin Blunston: pop de pipa de agua y batín de seda que pensaba ya extinto, al menos en esta dimensión.
Manifest, con esas melodías perfectas y los silbidos de Andrew –el tío es un jilguero humano-, me descansa el alma.
Do the struggle, una pieza de aires irlandeses en 7/8, haría girar la cabeza a Shane MacGowan y Bellevue bridge club, con su épica final, me dejan con la sensación de haber disfrutado escuchando de verdad escuchando un disco.
Un músico al que poner en compañía de otras lumbreras a las que el público, seguramente más ávido de buen material, encumbró en su momento a la categoría de espléndidos compositores.
Review de Andrew Bird "My finest work yet". Resumen
Sinceramente, espero que no sea su mejor disco en el futuro y que siga esta línea o las mezcle todas o acabe haciendo country o americana. Haga lo que haga, por mí, va a estar bien.
Me emociona que un tipo con 23 años de carrera y un saco de buenos discos a las espaldas aún tenga la energía y las ganas de superarse en una era en que la música es tan mecánica, pobre y efímera.
Por eso, y aunque todo tenga ese regustito a reloj de pared antiguo, las referencias que usa, la gracia con la que está hecho y la calidad de toda la obra hacen que sea imposible no enamorarse de todo el conjunto una y otra vez.
Además de ese sonido a madera noble que parecía relegado a algunos discos de neo-soul o jazz.
En definitiva, un músico al que poner en compañía de otras lumbreras a las que el público, seguramente más ávido de buen material, encumbró en su momento a la categoría de espléndidos compositores.
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Recomendaciones
Si todavía no los has escuchado, prueba con estos discos:
- Are you serious (2016).
- Echolocations: Canyon (2015)
- Echolocations: River (2017)
- Hand of glory (2012)